AP. Caracas. ¿Un país normal?
A primera vista, el grafiti que dice “Un país normal?” parece ambiguo en la desgastada capital de Venezuela, donde el gobierno hace gala de eslóganes como puños cerrados y la oposición lanza insultos a Nicolás Maduro. En realidad, el mensaje sobre una pared de Caracas es un apunte mordaz en un lugar donde hablar sobre lo que es normal, o lo que debería serlo, se ha convertido en algo habitual y altera los nervios.
La normalidad en el resto del mundo no se ajusta a Venezuela, donde los extremos son la norma.
Dos hombres dicen ser el presidente. El mes pasado, los peores apagones eléctricos en el país causaron estragos para millones de personas. La hiperinflación ha reducido muchos salarios mensuales al equivalente a apenas unos dólares. Una décima parte de la población —alrededor de tres millones, y subiendo— se marcharon, provocando la mayor crisis migratoria en Latinoamérica.
No piensen que el caos en Venezuela es la nueva realidad, advierte el presidente encargado, Juan Guaidó.
“No puede haber normalidad cuando ni siquiera los venezolanos nos podemos comunicar con nuestros familiares, ni cuando hay quienes recurren a buscar agua del (río) Guaire para quitarle la sed a sus hijos”, tuiteó Guaidó durante los cortes eléctricos de marzo.
Los partidarios de Guaidó temen que la ira por los problemas que enfrenta la nación se disipe y, por lo tanto, se extienda el régimen de Maduro, cuya reelección el año pasado fue calificada de ilegítima por Guaidó, además de por Estados Unidos y alrededor de 50 países más.
“No es normal”, decía un cartel de cartón en una manifestación de la oposición en la capital este mes. Y enumeraba las condiciones de miseria que ahora son sinónimo de Venezuela: falta de agua y luz, trenes de cercanías que parecen saunas (cuando funcionan), hospitales sin medicación suficiente y el autoexilio como forma de sobrevivir.
Mientras tanto, Maduro intenta proyectar tranquilidad: afirmó que el suministro de agua se está “normalizando” y anunció un plan para racionar la electricidad mientras se estabiliza la red, por el momento en Caracas y en otras zonas clave desde el punto de vista político. Pero también avivó una idea de crisis con referencias a una “batalla permanente” contra Estados Unidos y otros enemigos supuestamente empeñados en acabar con la “Revolución Bolivariana” y su sistema socialista.
El régimen de Maduro describió la migración como “normal” y negó que haya una crisis humanitaria pese a las considerables evidencias que así lo indican. En un reconocimiento tácito de que no pueden hacer frente a la situación solas, las autoridades accedieron a que la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja empiecen a brindar ayuda médica este mes.
Mientras Maduro y Guaidó se pelean sobre qué es lo normal y quién es el culpable del sorprendente declive de la nación, muchos venezolanos están demasiado preocupados como para medir sus propias y decrecientes expectativas.
La catástrofe venezolana se ha ido cocinando durante años, alimentada por la corrupción, la incompetencia y la dependencia del petróleo. La realidad es desgarradora para una nación cuya idea de normalidad dista ahora de los buenos y lejanos tiempos marcados por los ingresos del petróleo, el auge de la construcción y las generosas donaciones gubernamentales.