Las declaraciones de Franco Parisi tras la primera vuelta dejaron algo más que una postura política: exhibieron un estilo de liderazgo que se mueve entre la arrogancia y el regateo. Al asegurar que no piensa “firmar un cheque en blanco” a ninguno de los candidatos que avanzaron al balotaje, Parisi se instala, una vez más, como el vendedor ambulante del apoyo electoral, dispuesto a escuchar ofertas mientras infla el valor de su mercancía.
En una transmisión posterior a los resultados, la escena fue aún más evidente. Con un tono que rozó lo soberbio, Parisi remarcó que tanto Jeannette Jara como José Antonio Kast deberán “ganarse los votos”. La frase, por sí sola, revela su lógica transaccional: su electorado no es una comunidad política, sino un inventario que administra desde la distancia.
Resulta particularmente llamativo, y conveniente para él, que alguien que vive fuera de Chile presuma una suerte de superioridad moral circunstancial gracias a la cantidad de votos que obtuvo, y que incluso se permita enviar a los candidatos a recorrer las zonas más populares “para enfrentar las realidades del país”. Una exhortación que suena menos a preocupación genuina y más a un gesto paternalista desde la comodidad del exilio autoelegido.
Y sí: hay cinismo en quien dice “preocuparse” por la gente, pero al mismo tiempo está dispuesto a poner el futuro del país, ese mismo país del que afirma ocuparse, en manos del mejor postor. ¿No es esa una contradicción frontal entre lo que predica y lo que practica? Porque si la brújula es realmente el bienestar de Chile, no hace falta esperar ofertas, reuniones privadas ni guiños estratégicos. Bastaría con asumir una posición basada en principios, no en beneficios.
Pero lo más grave no es solo la venta del botín, sino el espejo que obliga a mirar. Su “oferta electoral” también va a desnudar la naturaleza de los candidatos que acepten este juego: quién está dispuesto a ajustar su palabra, su programa o su narrativa para obtener un respaldo que viene empaquetado como mercancía. Sin embargo, quien peor queda parado es el propio Parisi, porque su discurso no exhibe preocupación democrática, sino conveniencia personal, política y económica. Su capital electoral es un activo, no una responsabilidad.
Su retórica arrogante, revestida de tecnocracia de YouTube, termina adoptando una actitud casi mercenaria. La historia es pródiga en ejemplos de caudillos que, creyéndose árbitros momentáneos del destino nacional, usaron coyunturas electorales para subastar influencia. Desde los kingmakers de la Italia de posguerra hasta los caciques electorales latinoamericanos del siglo XX, la constante es la misma: la tentación de convertir la voluntad popular en una ficha negociable.
Y ese es el punto de fondo. El verdadero riesgo no está en la audiencia que Parisi arrastra, sino en el poder político circunstancial que él mismo magnifica para condicionar el debate público. Porque cuando una figura con esa capacidad de influencia instala la idea de que los votos son un bien transable, erosiona la cultura democrática y naturaliza la negociación por encima de los principios.
Chile no puede darse el lujo de normalizar ese discurso. Mucho menos en un momento donde cada decisión importa. El país necesita convicciones, no subastas. Y lo que Parisi propone desde su bodeguita electoral no es liderazgo: es oportunismo envuelto en moral de oferta y demanda.
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