Gilberto colocó los juguetes de su hijo Erick sobre un ataúd blanco. También cartas de amigos y el tapabocas que usaba mientras esperaba un trasplante que nunca llegó para él y otros niños fallecidos de cáncer en un hospital venezolano.
Erick, de 11 años, dejó de luchar el domingo 26 de mayo contra un Linfoma no Hodgkin que le diagnosticaron en febrero. En el mismo mes perdieron la batalla sus compañeros Giovanny Figuera, Robert Redondo y Yeiderberth Requena.
“Él necesitaba el trasplante de médula (ósea), ya la enfermedad se le estaba avanzando cada día más”, cuenta a la AFP Gilberto Altuve, de 38 años, padre de Erick, quien además padecía una inmunodeficiencia desde muy pequeño.
Una recaída por esa enfermedad lo llevó en enero al Hospital de Niños J. M. de los Ríos (público), en Caracas, donde le detectaron el cáncer y quedó internado con la esperanza de ser trasplantado en Italia, como parte de un convenio entre ese país y la petrolera estatal PDVSA suscrito en 2010.
“Tenemos un gobierno que ayuda a todo el mundo, ¿pero a los niños qué?”, se lamenta Gilberto, con las lágrimas contenidas, en el velorio que ofició en su casa de bloques frisados, en la populosa barriada de Petare (este).
Una deuda con el gobierno italiano de 10,7 millones de euros tiene paralizado el programa desde 2018.
Nicolás Maduro denuncia que, aunque se han hecho transferencias para darle continuidad, los recursos fueron bloqueados por un banco portugués a raíz de las sanciones financieras de Estados Unidos, empeñado en sacarlo del poder.
Pero la oposición, liderada por Juan Guaidó, reconocido como mandatario interino por medio centenar de países, sostiene que la iniciativa ya presentaba fallas desde 2016 por “falta de insumos y trabas burocráticas”.
“A todos nos puede pasar”
Mientras Maduro y Guaidó se acusan mutuamente de las muertes, el padre de Erick, flaco y con el rostro inflamado de tanto llorar, dice que “no hay que buscar culpables donde no los hay”.
“Pero tampoco hay que ser ignorantes, sabiendo que ellos podían tener las posibilidades de conseguir las ayudas”, acota.
Aunque es albañil, Gilberto tuvo que aprender a arreglar uñas para sobrevivir a la peor crisis en la historia reciente de Venezuela, con una destrucción de la mitad de la economía durante el régimen de Maduro, incluida la vital producción petrolera.
La familia depende de una caja de comida que entrega el régimen cada mes y otros subsidios, pero no hay dinero que alcance con una inflación de 130.060 % en 2018, según cifras oficiales, y que el FMI proyecta en 10.000.000 % para 2019.
Otros 26 niños necesitan trasplantes en el J. M. de los Ríos, por lo que cada fallecimiento sume en el terror a sus familias. Siolis Álvarez no puede evitar pensar que la próxima víctima sea Alejandro, su hijo de nueve años.
La seguidilla de muertes en ese centro de salud tiene nervioso al niño, enfermo de leucemia linfocítica aguda. “A todos nos puede pasar lo mismo. Uno vive con el miedo encima”, dice a la AFP la mujer de 39 años, quien intenta calmar al pequeño.
Buscando mejor atención, en 2018 se trasladaron desde el estado Falcón (oeste) hasta Caracas, pero encontraron un hospital sin insumos, con varias áreas inutilizadas y baños clausurados.
En medio de una escasez de 85 % de las medicinas, según el gremio farmacéutico, Siolis consigue la quimioterapia de su hijo a través de oenegés, ante la imposibilidad de pagar los 800 dólares que le cuesta traerla de la vecina Colombia.
Según Naciones Unidas, cerca de un cuarto de la población venezolana necesita ayuda humanitaria urgente.
“Otros más van a morir”
Las muertes de niños no solo devastan a las familias. Adriana Ladera no quisiera regresar al hospital donde trabaja como enfermera desde hace cinco años.
“Ver ese tipo de cosas te rompe, te marca”, confiesa la mujer de 30 años, quien cuenta que en el centro médico a veces ni siquiera hay jabón de manos.
“Hay días en que te dan ganas de correr y no volver más nunca”, suelta entre lágrimas.
Pero regresa pese a la perenne falta de insumos y escasa comida que el personal puede ofrecer a los pacientes.
“Vienen otros más que van a morir. Ellos no son los últimos”, reconoce la enfermera Marta Vásquez, de 33 años.
Rodeado de flores blancas, el cadáver de Erick permaneció en la sala de su casa casi cuatro días. Tras comprar una parcela en el cementerio principal de Guarenas, a 27 kilómetros de Petare, la antigua dueña le pidió más dinero al papá para entregársela.
“Ponle hielo para que no se te pudra”, les dijo a los doloridos padres, retrasando un día el entierro, relató Gilberto.
“Son cosas que lo quiebran a uno”, susurra el hombre, que debió acudir a donaciones para pagar el sepulcro.