Un militar de la Fuerza Aérea de Maduro que desertó para no disparar con municiones reales en las marchas. Una policía que huyó del país luego de negarse a lanzar bombas lacrimógenas. Una auditora contable que fue amenazada y sus hijos secuestrados después de detectar la desviación de fondos públicos a cuentas bancarias de funcionarios del gobierno. Como ellos, miles de venezolanos han migrado a Chile esperanzados por leyes que les aseguran la posibilidad de pedir refugio humanitario en medio de persecuciones políticas. También por el discurso del expresidente Sebastián Piñera, quien describió al país como un “oasis” de libertad frente al autoritarismo. Pero luego de cruzar el desierto de Atacama, han descubierto una realidad diferente: solicitudes de refugio no atendidas, procedimientos ilegales, conflictos sociales y deportaciones colectivas. Desde 2018, la Corte Suprema ha declarado ilegal la expulsión de más de 700 migrantes porque no tuvieron un debido proceso, y cientos de personas han demandado al Estado chileno por no recibir sus solicitudes de refugio.
Por: Paulette Desormeaux y Catalina Gaete.
Investigación: Catalina Gutiérrez Vallejos, Patricio Andrade y Florencia Leiva Moreno
*Los nombres de las personas migrantes mencionadas en este reportaje han sido cambiados para proteger su identidad.
1. La Huida
Cada vez que recibía órdenes por radio para reprimir a los manifestantes, a Antonio le saltaba el corazón y sentía que no debía estar ahí. El militar de aviación de las Fuerzas Armadas de Venezuela de 29 años había sido enviado a controlar las protestas en Caracas. Era el tercer mes del movimiento social de 2017 en contra de Nicolás Maduro y para entonces se registraban 103 fallecidos y más de 1.500 heridos, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. “Usábamos carabinas, escopetas y fusiles AK 103. Muchas veces la munición era real”, cuenta hoy Antonio.
En un momento de aquella tarde de junio, a unos metros de él, un grupo de manifestantes contra el presidente Maduro se tomó la autopista más importante de la ciudad. Entonces ocurrió algo que cambiaría el destino de Antonio: la Guardia Nacional arremetió a quemarropa contra David Valenilla, un estudiante de enfermería que participaba en la protesta. El disparo le perforó el pulmón, el corazón y el hígado, generando una hemorragia interna que le causó la muerte. Antonio quedó paralizado. El entonces militar del régimen decidió no cumplir más las órdenes de sus superiores.
Esa noche Antonio fue encarcelado por insubordinación en un cuartel en Caracas y decidió pedir su baja de las Fuerzas Armadas, pero se la negaron. “Me decían que no las daban porque perjudicaba políticamente. O desertaba o me iba por la puerta trasera”. Sus superiores sabían que para él desertar no era una opción: significaba ser juzgado por traición a la patria.
Antonio dice que luego de eso lo mantuvieron asignado en Caracas durante ocho meses, hasta que en 2018 le bajaron el rango y el sueldo y lo trasladaron a un paso fronterizo en Amazonas. Allí le ordenaron otra forma de reprimir: debía retener la comida de los opositores a Maduro. “Pero yo no me preparé para hacer ese tipo de cosas, ni es la educación que mis padres me dieron”, dice. Cuando Antonio se volvió a negar, sus superiores lo amenazaron con meterlo preso.
La advertencia no era algo inusual. En agosto de 2020, la Oficina Europea de Apoyo al Asilo publicó un informe sobre Venezuela constatando que el gobierno de Maduro atacaba a disidentes de las Fuerzas Armadas. El texto establece que los desertores “son acusados de sedición y conspiración y se enfrentan a un «futuro oscuro» (…) añadiendo que detienen y torturan a los militares acusados de conspirar contra el Gobierno”. Los relatos de sus familiares muestran que las autoridades bloquean el acceso a los expedientes judiciales y deniegan sistemáticamente las solicitudes de visitas.
En Amazonas Antonio se sentía desesperado. Estaba lejos de su esposa y de su hijo, quienes vivían en Maracaibo. “Yo tenía allí mi familia, mi nacer, mi sentir”, lamenta. Durante dos años, pidió que lo cambiaran a esa ciudad o que lo dieran de baja. Los generales nunca accedieron y continuaron reduciendo su salario por no obedecer las órdenes, aun cuando los precios de los alimentos subían de forma estrepitosa: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos estimó que en 2019 se requería de nueve salarios mínimos para acceder a una canasta básica de alimentos.
Sin poder ver a su esposa e hijo y con cada vez menos recursos, el joven militar decidió migrar a Chile para encontrar protección internacional.
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Un año después, en las mismas calles de Caracas donde Antonio se negó a disparar contra los manifestantes, Elizabeth, una policía de 26 años, también desobedeció a sus superiores. Sabía que podía traerle consecuencias: tres años antes, su pareja, también policía, había sido destituido por “insubordinación y negativa de servicio”, luego de negarse a lanzar bombas lacrimógenas a los asistentes a una marcha.
Aún así, Elizabeth solicitó su baja, pero dice que se la negaron argumentando que “manejaba mucha información” sobre cómo actuaban los colectivos (grupos de civiles armados que controlan algunos barrios “en nombre de la revolución bolivariana”) y que sus superiores la amenazaron con procesarla por traición a la patria. Elizabeth desertó con el riesgo de ser perseguida por el Gobierno y los colectivos. Como en el caso de Antonio, Chile sería su destino final.
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Gladys trabajó durante cinco años en una entidad estatal de Venezuela, hasta que fue despedida por negarse a autorizar unos gastos al detectar el desvío de fondos públicos hacia cuentas personales de autoridades del régimen. Cuenta que luego de eso, miembros de los colectivos comenzaron a hostigarla y a amenazarla por teléfono diciéndole que, si no entregaba unos documentos que suponían que ella conservaba, “secuestrarían a sus hijos”. Dice que en diciembre de 2017, sus dos hijos mayores fueron secuestrados y amenazados con armas de fuego.
Una vez liberados, Gladys huyó con ellos a Colombia y dejó a su hermana a cargo de la casa. Dice que en Colombia fue amenazada por un venezolano que la abordó en un bus y le dijo: “Camina que tenemos que hablar por lo que pasó en Venezuela”. Gladys huyó con sus hijos a Perú. Allí fue nuevamente amenazada. En enero de 2021, la familia volvió a escapar.
Sin recursos y en medio de amenazas, Antonio, Elizabeth y Gladys caminaron por el desierto de Atacama durante días para llegar a Chile, un país que desde hace años se proyectaba como un asilo para quienes buscaban refugio lejos de la persecución política.
2. La Travesía
Antonio empezó su travesía en octubre de 2020. Cruzó el continente durante 12 días viajando en autobús. Todo el trayecto estuvo rodeado de otros migrantes venezolanos y colombianos. “Me tocó muchas veces ayudar a mujeres que venían solas con niños”, relata apesadumbrado. En la frontera con Ecuador, tuvo que pagarle a los coyotes para atravesar un río en una balsa improvisada –un neumático de camión con tablas amarradas con cuerdas– y luego “subir caminando un cerro altísimo, muy empinado, hasta llegar a una parada de automóviles”, explica. Allí pagó 40 dólares a otros coyotes para que lo llevaran al terminal de buses, donde asegura que estaban los policías “requisando a la gente para quitarle cosas a uno. Si uno no paga, lo roban, le hacen daño, lo pueden hasta apuñalar y matar”.
Una vez en Perú, Antonio viajó en bus hasta Tacna. Cuenta que en los mismos terminales están los coyotes: “Dicen voy pa Chile, voy pa Chile. Ya uno sabe que esos son los carajos que lo pasan a uno para el otro lado”. Al ser militar, Antonio tenía estrategias para cuidarse en el camino: “Uno tiene esas habilidades de ser precavido, de supervisar la zona antes de pasar, porque antes de cruzar yo primero veía a quién le iba a pagar para que no me fuera a dejar botado, que no fuera a perder el dinero, porque de eso dependía llegar a Chile”.
Al cruzar las fronteras muchos migrantes se juegan la vida. Fue el caso de Camila, una joven venezolana de 33 años que en marzo de 2021 atravesó el desierto con su hijo, su hermano y su madre. La familia venía de Maracaibo, la misma ciudad donde vivía la esposa de Antonio. El hambre les había obligado a huir de su país. En la madrugada, Camila comenzó a sentirse mal y se desmayó. El coyote que los guiaba les dijo que iría a buscar ayuda, pero nunca regresó y Camila murió en la frontera. Según Naciones Unidas, ese año 21 migrantes fallecieron cruzando el desierto.
Antonio cruzó la frontera sin coyotes. Uno de sus compañeros en las Fuerzas Armadas había desertado un año antes y emigró a Chile con un cuñado. El hombre se había devuelto a Perú a buscar a su esposa embarazada y a sus hijos. Antonio se encontró con ellos en Tacna. “Me dijo yo voy para Chile, no vas a pagar nada, yo me sé el camino«, recuerda Antonio. Esa noche, cruzó el desierto de Atacama caminando más de 12 horas junto a cuatro personas hasta llegar a Arica. “Es algo que no le deseo a nadie. Sentía impotencia de estar en esa situación, pero no podía mirar hacia atrás porque yo tenía que velar por el futuro de mi hijo”, dice emocionado.
El alcalde de la ciudad, Gerardo Espíndola, dice que en Arica la frontera ya no está en manos del Estado, sino en las de mafias de traficantes de personas. “Somos testigos a diario -aseguró en febrero-. Vemos pasar cientos de personas, entran, salen, detienen coyotes, después vuelven a entrar más coyotes”.
En Chile ningún taxi quiso llevar a Antonio. “Nos veían sucios y tuvimos que quitarnos la ropa que teníamos llena de polvo del desierto”, recuerda. Cuando llegó al terminal de Arica, no le vendieron pasajes de bus porque, en medio de la pandemia, no tenía permisos sanitarios. Debía llegar a Iquique, la capital regional, y esperó toda la tarde, hasta que alguien le dijo que un auto azul llevaba migrantes a la ciudad evadiendo los controles.
Una vez en Iquique, Antonio fue a un hospital, pidió hacerse un PCR y lo asignaron a una residencia sanitaria donde estuvo 12 días en cuarentena. Fue la primera vez en todo el viaje en que durmió tranquilo.
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Elizabeth conocía historias como la de Antonio, pero pese al miedo, huyó con su pareja y su hija de tres años a Perú. Allí las cosas no resultaron como esperaba: cuenta que fueron hostigados por venezolanos que tenían conexiones con sus antiguos jefes en la policía. La expolicía dice que resistió hasta que los persiguieron en un auto cuando estaban en la calle con su hija. Entonces, decidieron volver a migrar.
En julio del año pasado, atravesaron el desierto esperanzados en encontrar refugio en Chile. Entraron por un paso irregular en la frontera con Bolivia y llegaron a Colchane, una comuna de menos de dos mil habitantes donde cada día ingresan más de 600 migrantes enfrentando temperaturas muy bajas en la noche y falta de oxígeno: está a 3.650 metros sobre el nivel del mar.
3. La Promesa
Con una bandera de Chile extendida y cientos de cajas parapetadas de ayuda humanitaria como fondo, Sebastian Piñera llegó a Cúcuta, Colombia, la ciudad fronteriza con Venezuela que en 2019 albergó el megaconcierto benéfico Venezuela Live Aid. Allí dijo: “En este siglo XXI, la defensa de la libertad, de la democracia y de los derechos humanos no reconoce fronteras y no reconoce límites”.
Para el expresidente Piñera, Chile era el “oasis” de una democracia estable y crecimiento sostenido en medio de la convulsión política y social de América Latina. Ese viaje a Colombia marcó la impronta diplomática del país durante 2019. Cecilia Pérez, la entonces vocera de Gobierno, incluso aseguró que recibirían migrantes venezolanos “hasta que el país lo resista”.
Un año antes del Venezuela Live Aid, Piñera había creado una visa de responsabilidad democrática para que los venezolanos puedan solicitar un permiso de residencia temporal por un año, con la posibilidad de optar a la residencia definitiva. Piñera justificó este visado excepcional “en consideración de la grave crisis democrática que actualmente afecta a Venezuela”, y recordó el éxodo chileno durante la Dictadura de Pinochet, cuando ese país acogió a muchas personas “en tiempos en que ellos lo necesitaban y que buscaban refugio en sus fronteras”.
Los datos de Relaciones Exteriores, sin embargo, muestran que a noviembre de 2020 sólo se había aprobado el 27% de las solicitudes de este visado excepcional. Además, el trámite requería tener pasaporte vigente, certificados médicos, de viaje, y otros documentos que facilita el Gobierno venezolano, y que Elizabeth, Antonio y Gladys no tenían por ser opositores al régimen. Con esta realidad se toparon cuando llegaron a la frontera chilena del norte.
4. La Realidad
Cuando Elizabeth llegó a Colchane, encontró un pueblo con sus capacidades saturadas: para finales de enero de 2021, la ciudad ya había duplicado su población debido a los migrantes, la mayoría venezolanos, y una infraestructura pública que no estaba preparada ni para los chilenos. Según el último censo de 2017, en Colchane casi el 90% del pueblo no tiene acceso a servicios básicos como agua potable. Fue ahí, en el Norte Grande, donde la burocracia chilena le puso el primer obstáculo a Elizabeth cuando no la dejó presentar sus papeles para pedir protección internacional en Iquique, la ciudad más cercana. En abril de 2020, un oficio del Ministerio del Interior había ordenado suspender la recepción de solicitudes de refugio en 54 gobernaciones provinciales. El trámite ahora se concentraba en Santiago.
Dos días después, Elizabeth y su familia llegaron a la oficina de la sección de Refugio y Asentamiento del Departamento de Extranjería en la capital. Allí enfrentaron el segundo obstáculo: el funcionario que los atendió les dijo que no les entregaría el formulario de solicitud de refugio si no se denunciaban en la Policía de Investigaciones por haber entrado al país por un paso no habilitado. Es decir, de forma irregular. En ese momento Elizabeth no lo sabía, pero la decisión del funcionario de poner una condición para recibir su solicitud de refugio era ilegal.
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Desde los años 70, Chile es parte de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, un acuerdo internacional que establece que las personas que llegan a un país solicitando refugio no deben ser expulsadas o devueltas a situaciones en las que sus vidas y su libertad puedan verse amenazadas. Las bases de esta convención no discriminan el origen o la causa por la que se huye de un país: desde una invasión extranjera, como la que afecta hoy día a Ucrania, hasta la persecución política interna, como la que se vive en Venezuela, son situaciones que ponen la vida y la libertad de las personas en riesgo y que motivan entregar protección en el país de destino. Ese compromiso internacional se concretó en la normativa chilena en 2010, cuando un proyecto de ley para garantizar la protección de personas refugiadas fue aprobado de forma unánime por el Congreso, dos días antes de que Sebastián Piñera asumiera su primer mandato. Desde entonces, esta ley obliga a Chile a recibir y analizar las solicitudes de refugio sin imponer ningún obstáculo o requisito adicional.
El abogado Rodrigo Sandoval, jefe del Departamento de Extranjería durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, explica que bajo esta ley “incluso si la persona no dice que necesita refugio, y tú como funcionario a partir de su relato constatas que se encuentra en una situación que justifica la protección, se le debe entregar inmediatamente la solicitud”. Luego de eso, debe llegar al comité técnico de reconocimiento de refugiados. Este analiza los antecedentes presentados, entrevista a las personas y determina si corresponde o no otorgar la condición de refugio.
No fue el caso de Elizabeth y su familia. En la oficina de Extranjería a la que fue, no hubo constancia de que habían estado ahí ni de su intención de solicitar refugio. Ella cuenta que también les negaron hablar con un superior. “El funcionario que está en la puerta, después de escuchar dos minutos, les dice no, sabe que no puede solicitar refugio porque su caso no califica. Ahí incumple con la ley”, asegura Constanza Salgado, abogada del Servicio Jesuita al Migrante.
A Gladys y Antonio les ocurrió lo mismo cuando intentaron ingresar sus solicitudes. “Yo conté mi historia y ahí me salieron con que sin la autodenuncia de cómo entré a Chile no pueden proceder con el trámite”, cuenta Antonio. El exmilitar dice que al entrar les requisan los teléfonos y sólo se los devuelven a la salida. Él cree que lo hacen para que “uno no pase una grabación en donde ellos confirman que no pueden dar refugio si no tengo la autodenuncia”.
La exigencia de reportar el ingreso irregular al país para acceder al refugio contraviene la ley chilena sobre protección de refugiados, que indica que no deben pedirse requisitos previos para iniciar el proceso. Pero según el Servicio Nacional de Migraciones de la administración Piñera, consultado para este reportaje, esto “está enmarcado en la normativa vigente” y “la autodenuncia es una herramienta útil que permite al Estado tener conocimiento de la presencia de la persona en Chile, sin necesidad de otro tipo de catastro”.
Rodrigo Bolados, abogado del Servicio Jesuita al Migrante para casos de expulsiones de extranjeros en Iquique, asegura que este prerrequisito de autodenuncia “opera como un chantaje institucional”. No solamente para efectos de asilo, sino también, por ejemplo, para mujeres embarazadas que ingresan por pasos no habilitados que no tienen su situación migratoria regularizada. “Les dicen: nosotros atendemos su control de maternidad, pero vaya a autodenunciarse”, explica el abogado. Según explica, esto contraviene el principio de “no devolución” contemplado en la ley de refugiados, ya que por cada autodenuncia de ingreso irregular, se inicia un proceso administrativo que puede concluir en una orden de expulsión del país.
Como muchas de las solicitudes de refugio no se registran ni tramitan, es difícil saber cuántos migrantes llegan a Chile buscando asilo. Sin embargo, hay documentos que advierten una situación crítica. Una minuta estadística elaborada por el Servicio Nacional de Migraciones en agosto de 2021, muestra que el gobierno de Piñera recibió el año pasado 1.359 solicitudes de refugio. El número contrasta enormemente con las 5.700 que recibió en el gobierno de Bachelet en 2017. Pero no solo eso. Ese año se dio refugio a 171 personas, mientras que en todo 2020 y 2021, sólo se otorgó a 14.
Tras una solicitud de transparencia realizada por La Pública, la Subsecretaría del Interior entregó el informe del Programa de Naciones Unidas con los resultados de la misión que llevó a cabo para estudiar la situación migratoria. Esta fue encabezada por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en febrero del año pasado.
En sus conclusiones, Naciones Unidas dijo que el 62% de los entrevistados “refieren que el regreso a su país de origen implicaría un riesgo para sus vidas, integridad personal o la de sus familiares”. Además, alertó sobre los procesos de expulsión hasta esa fecha. Según el documento, al menos 23 personas expulsadas presentaban necesidades de protección internacional.
Con la ayuda del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), Elizabeth, Gladys y Antonio ingresaron recursos de protección a la Corte de Apelaciones de Santiago y alegaron que se vulneraron sus derechos consagrados en la ley de refugio. Necesitan que se tramiten sus solicitudes de protección internacional porque las autoridades en Venezuela los consideran desertores: volver al país pone en peligro sus vidas.
Si las solicitudes de Elizabeth, Gladys y Antonio se hubieran tramitado como indica la ley chilena, todos habrían recibido una visa transitoria por ocho meses y un documento de identidad para extranjeros, que les habría permitido legalizar su estancia y acceder a un contrato de trabajo.
5. El Limbo
Con el inicio de la pandemia, la crisis migratoria llegó a puntos de ebullición. Sólo en los dos últimos años, los ingresos clandestinos suman más de 50 mil. En Colchane, las precarias condiciones de la ciudad y las personas que ingresan por pasos irregulares generaron el colapso de los recintos sanitarios y gatillaron hechos de violencia, como destrozos, robos y saqueos, incluyendo la toma de algunas viviendas. En Iquique las personas migrantes improvisaron refugios en plazas públicas. En septiembre de 2021 fueron desalojados violentamente por Carabineros y días después una manifestación anti-migrante destruyó sus campamentos y quemó sus pertenencias.
Como dijo en una carta a El Mercurio Francisca Vargas, directora de la Clínica Jurídica de Migrantes y Refugiados de la Universidad Diego Portales, “Chile, el país del asilo contra la opresión, oprime a los asilados”. Pero el exdirector del Servicio Jesuita al Migrante, Miguel Yaksic, aporta un matiz relevante: esta es la primera vez que Chile enfrenta un flujo migratorio de gran magnitud. “El Gobierno tiene una tarea compleja, que es cómo resolver una presión migratoria muy fuerte para un país que tiene capacidades limitadas para cumplir con la ley”.
La crisis venezolana es una de las crisis humanitarias más grandes que vive el mundo. En medio de esta, a meses de dejar el gobierno, el expresidente Piñera emitió una norma que autorizaba a Extranjería a realizar un análisis de pre admisibilidad que la habilita a denegar la solicitud de refugio sin apertura de expediente o evaluación técnica de la situación migratoria, algo que el Poder Judicial ha declarado ilegal. Sandoval atribuye este cambio a un factor político: “Ante la llegada de un gobierno que tiene una mirada distinta, esta nueva normativa parece más una forma de evadir responsabilidades que una intención honesta de regular esta materia”.
Con el imperativo de “ordenar la casa”, el Gobierno chileno prometió deportar a 1.500 extranjeros en 2021. Sólo en abril de ese año, expulsó a 40 venezolanos por no regularizar su situación migratoria o por ingresar al país por pasos no habilitados. Los extranjeros deportados fueron vestidos con overoles blancos y chalecos amarillos. La imagen dio la vuelta al mundo. Unos meses después, el presidente de la Corte Suprema advirtió que las expulsiones colectivas son «medidas prohibidas por el derecho internacional de los Derechos Humanos».
Aún así, el exministro del Interior Rodrigo Delgado, responsable político de la gestión migratoria, mantuvo la impronta del expresidente Piñera y acusó que quienes defienden la migración como un derecho “no se han hecho cargo de que aquí están ingresando delincuentes”. Según declaraciones del Gobierno anterior, la mayoría de los venezolanos serían migrantes económicos y no refugiados. El entonces ministro incluso lanzó una advertencia a las organizaciones de Derechos Humanos: “Yo espero que no haya recursos de protección en favor de estas personas”, refiriéndose a quienes deportarían. Desde 2018 a la fecha, la Corte Suprema declaró ilegales las deportaciones de más de 700 migrantes porque hubo faltas al proceso legal o no se consideró la necesidad de reunificación familiar.
Para este reportaje, La Pública revisó 110 causas judiciales presentadas en Cortes de Apelaciones del país en contra del Departamento de Extranjería y su exdirector Álvaro Bellolio por no recibir solicitudes de refugio. El objetivo de estas causas es que el Poder Judicial ordene al Ejecutivo a tramitar las solicitudes que no fueron recibidas. Del total, 28 son por exigir una entrevista de pre admisibilidad no contemplada en la ley, y 82 porque la autoridad denegó la solicitud de refugio de manera verbal. En la mayoría de ellas, los funcionarios exigieron una autodenuncia por entrar irregularmente al país sin entregarles el formulario de refugio.
Hay 33 causas que ya tienen sentencia. En todas, el Poder Judicial ordenó al Gobierno iniciar el trámite de los solicitantes, indicando en sus resoluciones “una discriminación arbitraria e ilegal” de Extranjería. Una de esas causas es la de Gladys, quien ganó en la Corte y cuya solicitud de refugio está siendo analizada. Ella está segura de que si vuelve a Venezuela, los colectivos concretarán las amenazas en su contra, por lo que teme por su vida y la de sus hijos. Regresar a su país no es una opción. Consultado respecto a casos como el de Gladys, el equipo de Comunicaciones del Servicio Nacional de Migraciones del gobierno de Piñera se limitó a responder que “no se aprecia la irregularidad”.
En medio de estos cambios, cientos de migrantes como Antonio, Elizabeth y Gladys continúan cruzando el desierto de Atacama camino a Chile pagando a coyotes, evadiendo los controles policiales, y corriendo el riesgo de ser asesinados, con la esperanza de encontrar en Chile refugio humanitario.
“Tú no sabes las ganas que tengo de volver a mi Venezuela”, dice Antonio. El exmilitar que se negó a disparar a manifestantes cuenta que con los trabajos que ha tenido pudo sobrevivir y cuidar de su esposa e hijo, a quienes no ve desde hace casi un año y medio. Él ahora está en Santiago y ha trabajado en una feria, ha sido repartidor de delivery y hoy es portero en un edificio gracias a que obtuvo un documento de identidad provisorio en un centro de salud. Antonio extraña a su familia, pero no quiere hacerlos caminar por días en el desierto y luego pasar por un proceso legal que ni siquiera resuelve su situación.
Hasta hoy, él, Elizabeth y su familia, continúan a la espera que la Corte dicte una sentencia sobre sus casos. Gladys sigue esperando la resolución de su solicitud de refugio.